En la década de 1990, en la región colombiana del Meta estalló una violenta guerra civil entre grupos paramilitares y facciones guerrilleras. La propiedad de la tierra surgió como una causa importante del conflicto. Las élites acomodadas, contrarias a los llamamientos a la redistribución de la tierra, recurrieron a la fuerza para apoderarse de vastos territorios destinados a la ganadería y a cultivos lucrativos para el comercio internacional.
En medio de estos acontecimientos, surgió en Meta una universidad rural, diseñada específicamente para contrarrestar los efectos de la guerra civil. El objetivo de esta institución era educar a la comunidad agrícola local en un enfoque alternativo de la agricultura, que promoviera la coexistencia pacífica y la interacción sostenible con el medio ambiente. Roberto Rodríguez, agricultor e ingeniero agrónomo, dirigió esta transformación.
Más de 7.000 estudiantes procedentes de diversas partes de Colombia se han matriculado en los cursos de la Fundación La Cosmopolitana, difundiendo activamente sus principios de agricultura sostenible y diversificada. Esta influencia se ha extendido incluso a las comunidades indígenas del Amazonas. El impacto de los esfuerzos de La Cosmopolitana ha sido de gran alcance, con casi 200.000 personas en todo el mundo que han sido testigos directos de las iniciativas de la fundación.
Numerosos antiguos alumnos de la fundación residen ahora en Lejanías, una comunidad rural que han convertido en el centro de la prosperidad de Colombia. En esta localidad, los agricultores se dedican a cultivos sostenibles, comercializan productos locales en un mercado ecológico semanal y ofrecen ecotours y alojamiento en granjas muy solicitados.
La vista desde la terraza de Simey Sierra es sobrecogedora: A la izquierda, asciende un macizo escarpado cuyas cumbres están cubiertas por nubes de lluvia de un azul intenso. Justo delante, más allá de una piscina con forma de guitarra, las verdes colinas de café se extienden hacia el horizonte, fundiéndose con una llanura soleada a la derecha. Un ancho río serpentea por el paisaje.
Hoy, un arco iris despliega sus vibrantes matices. “¿No es precioso?”, reflexiona un agricultor colombiano.
“Pero créeme, durante muchos años no le presté atención. Durante la mitad de mi vida, sólo pensaba en cómo salir de esta zona con su violencia y su pobreza”.
El pueblo natal de Simey Sierra, Lejanías, situado en el departamento del Meta, en el centro de Colombia, se encuentra en la confluencia de la cordillera de los Andes, el río Orinoco y la selva amazónica, un paraíso de biodiversidad para biólogos y entusiastas de la naturaleza. Sin embargo, esta región también fue un campo de batalla ferozmente disputado durante cinco décadas de conflicto.
“¿Ves ese lugar?” Sierra señala el valle con su mano curtida. “Allí fue donde los guerrilleros de las FARC secuestraron al gobernador, en un vehículo de la ONU, sobre el estrecho puente que cruza el río Guape”.
“En el pueblo vecino estaba el cuartel general de los paramilitares”, recuerda Sierra. “Extorsionaban a los ganaderos con cuotas de protección y a los agricultores con peajes para transportar sus mercancías a Bogotá, la capital. Los que se negaban a pagar solían ser secuestrados”.
A medida que los empresarios ricos huían, la economía local se desmoronaba, dejando a los pequeños agricultores como Sierra vulnerables al control de los señores de la guerra. Como muchos otros, fue obligado por la guerrilla a cultivar arbustos de coca y producir pasta de coca, precursora de la cocaína. La afluencia de dinero procedente del narcotráfico alimentó el catalizador del conflicto más largo de América.
A lo largo de cinco décadas, los campesinos colombianos se enfrentaron a escasas oportunidades de liberarse de un conflicto que les agobiaba enormemente. Los grupos armados reclutaban a sus hijos, los miembros de su familia eran capturados, asesinados o desplazados, mientras que las élites depredadoras se apoderaban de sus tierras.
La magnitud del sufrimiento es evidente en las estadísticas: más de medio millón de colombianos perdieron la vida o desaparecieron, y 7 millones se vieron obligados a huir de sus hogares. Además, 8 millones de hectáreas (20 millones de acres) de tierra fueron transferidas por la fuerza.
Un nuevo comienzo tras medio siglo de guerra
Durante un largo periodo, Sierra no pudo acceder a su finca, situada en las afueras de Lejanías, debido a un puesto militar establecido frente a su propiedad. Explica:
“Los comandantes de las FARC me habrían considerado un espía en potencia, y las sospechas cundían en ambos bandos”.
Durante un largo periodo, se las arregló para sobrevivir trabajando a diario en las granjas de otras personas, adoptando un estilo de vida nómada para evitar interacciones con personas desconocidas.
En la actualidad, este hombre de 51 años ha recuperado su tierra y se presenta con orgullo como empresario turístico y catalizador de la paz. Bromea mientras se da golpecitos en la cabeza:
“¡He cambiado de mentalidad!”
Después de muchos años, Sierra siente ahora que ha recuperado el control de su destino. Este nuevo control se debe en parte al acuerdo de paz establecido entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC en 2016. Sin embargo, también está profundamente arraigado en los esfuerzos de la Fundación La Cosmopolitana, una universidad campesina establecida en 1998 en la capital del Meta, Villavicencio. Los programas educativos ofrecidos por la fundación prepararon a la comunidad rural colombiana, cansada de la guerra, para la era posterior a la guerra civil, enseñándoles no sólo prácticas agrícolas sostenibles, sino también una nueva forma de pensar.
En el corazón de la filosofía de Cosmopolitana hay un principio oculto: reducir los costes de producción armonizando con la naturaleza en lugar de oponerse a ella. Este enfoque amplía simultáneamente los rendimientos al refinar los productos básicos dentro de la comunidad, añadiendo así valor. En última instancia, fomenta una economía circular local basada en la colaboración. Estas enseñanzas contrastan con el modelo convencional de agricultura industrial de exportación que los inversores privados y el gobierno han favorecido tradicionalmente.
Sin embargo, trasladar este modelo a la realidad planteó retos. Una vez alcanzada la paz, la puesta en marcha de esta economía cooperativa rural sostenible a pequeña escala tropezó con dificultades.
Uno de los principales retos era atender las acuciantes necesidades de una nación que había descuidado sus infraestructuras durante cincuenta años. Los esfuerzos iniciales de reconstrucción se centraron en las regiones urbanas densamente pobladas, poniendo de relieve las monumentales demandas.
La capital, Bogotá, junto con algunas otras ciudades como Medellín, Cali y Cartagena, centralizan los recursos y el poder económico. En consecuencia, tras la guerra civil, se hizo hincapié principalmente en proyectos expansivos que generaran rápidamente ingresos sustanciales para el Estado. Este enfoque se centró a menudo en industrias como la minería, el petróleo, la agricultura industrial y la construcción de carreteras.
A medida que las comunidades rurales se esforzaban por reconstruir sus vidas, tenían que encontrar su propio camino.
Crear una granja modelo
“Los pequeños agricultores no son un objetivo primordial para el Estado”, señala Roberto Rodríguez.
Este delgado y ágil hombre de 64 años, fundador e impulsor de la Fundación La Cosmopolitana, habla desde la experiencia. Como agrónomo, ha colaborado con diversas organizaciones internacionales de desarrollo, participado en talleres mundiales, entablado diálogos con ecologistas y conocido la evolución del modelo de agricultura ecológica en la Europa de los ochenta.
En 1998, acompañado de su esposa alemana, Monika Hesse, adquirió una finca ganadera de 29 hectáreas cerca de Villavicencio. Rodríguez conserva fotos de aquella época, en las que se aprecia un pastizal llano y agotado. A pesar de su posterior divorcio, la pareja compartía entonces una visión: pretendían transformar sus tierras en un escaparate de la agricultura ecológica tropical. Este enfoque se basaba en asociaciones de plantas y agroforestería, métodos diseñados para mejorar la fertilidad del suelo y la biodiversidad por medios naturales.
Además, aspiraban a impartir a otros los conocimientos adquiridos en lugar de reproducir un modelo industrial intensivo en capital que dependía de los monocultivos, los fertilizantes sintéticos y los pesticidas.
En la actualidad, La Cosmopolitana es una próspera maravilla basada en principios regenerativos. Durante nuestra visita, vimos gallinas criadas en libertad, un bosque comestible, un estanque para pescar y nadar, un jardín repleto de hierbas medicinales y verduras, y una bulliciosa cocina donde se preparan ingeniosamente ingredientes locales para su posible venta. A lo largo del día, tucanes y loros recorren graciosamente los árboles, mientras que al atardecer se oye un cacofónico coro de ranas.
Rodríguez es un ferviente defensor de la sostenibilidad y la agricultura ecológica.
“Nuestra forma de cultivar es superior”, afirma el autor de varios libros, firmemente convencido de que “fomenta la prosperidad, la diversidad y la variedad, mientras que la agricultura industrial agota el suelo, empobrece a las personas y perjudica a la naturaleza”.
Aprender el arte de la transformación en un “aula viviente”
Al crecer como hijo de agricultores, Rodríguez era muy consciente de los retos a los que se enfrentaría para convencer a sus compañeros de que abandonaran sus prácticas tradicionales por algo innovador. Por eso se embarcó en un enfoque experimental de la educación que pretendía cambiar las perspectivas de la gente y permitirles ver el mundo desde un ángulo nuevo.
“Necesitamos liberarnos de la arraigada mentalidad colonial que nos etiqueta de empobrecidos”, elucida Rodríguez, que actualmente ofrece orientación a entidades mundiales como la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).
Su enfoque, conocido como “aula viva”, se centra en la educación interactiva y las actividades colaborativas en el medio natural.
Los asistentes al taller se organizan en equipos, con la tarea de contemplar los conceptos de escasez y abundancia y cómo se crean estos conceptos. En las fases iniciales, participan en una actividad de tira y afloja que pone de manifiesto tanto las tendencias competitivas como las colaborativas. El objetivo es remodelar la noción predominante de progreso industrializado, que a menudo gira en torno a ganadores y perdedores.
También se pide a los participantes que traigan a la sesión productos de su propia granja. Estos productos comestibles se colocan artísticamente sobre hojas de plátano, creando un vibrante mandala que celebra la riqueza de la cosecha local. A continuación, los ingredientes se preparan y se transforman en deliciosos platos, fomentando un sentido crucial de compartir entre los asistentes.
Estas experiencias sirven para revelar la importancia de las colaboraciones locales. Al día siguiente, este enfoque colaborativo se pone en práctica mediante proyectos de grupo, como la creación de un huerto forestal.
Estas enseñanzas abarcan “no sólo diversas prácticas agrícolas, sino también el poder de la cooperación”, explica Rodríguez, recalcando su punto de vista con convicción.
“¡Ya no me considero empobrecido!”
Su aspiración y objetivo es que otros experimenten la misma epifanía liberadora. En 2007, Rodríguez tuvo su primera oportunidad de aplicar estos métodos de enseñanza y plan de estudios a gran escala cuando el gobierno reubicó a 240 familias campesinas desplazadas por la guerra civil en una finca ganadera que había sido confiscada a un narcotraficante.
Situada en la región meridional del Meta, junto a una carretera, la finca asignó a cada familia 25 hectáreas (62 acres) para la agricultura individual. Sin embargo, el suelo era árido y estaba agotado por el viento, y las familias carecían tanto de maquinaria como de semillas.
“Nos quedamos mendigando en la carretera para llegar a fin de mes”, recuerda Ninfa Daza, miembro del grupo agrícola.
“Creo que la intención del Estado era cumplir superficialmente con sus obligaciones”, sugiere Rodríguez.
Había intenciones de destinar las tierras al cultivo de palma aceitera para producir biodiésel. Sin embargo, los políticos no habían previsto la determinación de Rodríguez y su enfoque visionario.
Al conocer a las familias campesinas en apuros durante una visita a la región, se puso rápidamente manos a la obra. Al principio, se apresuró a encontrar un tractor para labrar media hectárea (1,2 acres) de tierra reseca en la parcela de cada familia, lo que les permitió cultivar productos esenciales. A continuación, las familias plantaron estratégicamente pequeños árboles alrededor de sus campos como cortavientos. Crearon huertos compactos para cultivar frutas y verduras. A continuación, introdujeron gallinas y cerdos, que proporcionaron huevos, carne y estiércol para rejuvenecer el agotado suelo.
Y lo más importante: cada paso iba acompañado de talleres en La Cosmopolitana.
“En sólo dos años, teníamos comida en abundancia. Incluso podía hacer y vender mermelada, intercambiando mis productos con otras personas del pueblo”, recuerda Ninfa Daza.
La mentalidad de las familias experimentó un profundo cambio:
“Cuando se nos acercaban inversores para comprar nuestras tierras, declinábamos con firmeza”.
Daza ve ahora el mundo con nuevos ojos, haciéndose eco de Rodríguez:
“¡Ya no me considero pobre!”
De la escasez a la abundancia
Las clases de La Cosmopolitana están abiertas a todos, incluidos los cursos para niños. Las matrículas de estas clases están subvencionadas por ONG nacionales e internacionales, entre ellas organizaciones como el grupo católico alemán Misereor, la colombiana Fundación Caminos de Identidad (Fucai) y el Club Rotario local. Por consiguiente, la asistencia es accesible a todo el mundo y sólo requiere el pago de una cuota simbólica.
La Cosmopolitana ha crecido a lo largo de los años y ahora cuenta con un equipo de veinticuatro empleados e instructores. La fundación recibe solicitudes de talleres no sólo de diversas partes de Colombia, sino también de otros países.
Se imparten numerosos cursos en la región amazónica, donde las comunidades indígenas están adoptando sus prácticas de cultivo tradicionales, influidas y guiadas por las enseñanzas del aula viviente. Están optando por métodos como los huertos forestales rotativos, apartándose de las técnicas de tala y quema, perjudiciales para el medio ambiente, adoptadas por los agricultores coloniales europeos.
En las últimas décadas, más de 7.000 estudiantes han terminado con éxito los cursos, y casi 200.000 personas de diversas partes del mundo han experimentado personalmente el impacto de las iniciativas de La Cosmopolitana. Muchos han compartido sus felicitaciones y pensamientos en los libros de visitas que Rodríguez mantiene en su despacho.
Su objetivo es servir de inspiración, más que de modelo estricto. Esta distinción se debe a que, a diferencia de la agricultura industrial, la agricultura ecológica no sigue recetas estandarizadas. Rodríguez subraya que cada granja es única, al igual que cada individuo.
Al principio, los participantes deben conocer a fondo sus circunstancias individuales y formular un plan de vida integral que incluya a sus familias. A continuación, ejecutan gradualmente las alteraciones prácticas necesarias para incorporar los principios agroforestales. Esto podría suponer la introducción de abejas para facilitar la polinización de los cultivos o integrar el pastoreo del ganado bajo los árboles frutales recién plantados, fomentando una mezcla armoniosa de campos cultivados y bosques. La colaboración entre la naturaleza y las personas es armoniosa y simbiótica por naturaleza.
Todo lo que se necesita es creatividad
“Mucha gente cree que para llevar a cabo cambios hace falta financiación o ayuda del gobierno”, señala Rodríguez. “Sin embargo, en realidad, todo lo que se necesita es creatividad”.
Para los pequeños agricultores colombianos es difícil obtener créditos, y los tipos de interés son elevados. Por eso, los participantes en La Cosmopolitana aprenden a valorar y aprovechar los recursos de que disponen.
En el caso de Simey Sierra, poseía una vista impresionante desde su granja, combinada con su hospitalidad innata, su personalidad magnética y su habilidad musical innata, sobre todo su melodioso dominio del cuatro, una guitarra de cuatro cuerdas muy apreciada en la zona.
“Antes criaba ganado”, cuenta Sierra. “Sin embargo, los beneficios eran mínimos y exigía mucho trabajo. Después de formar parte de La Cosmopolitana, se me ocurrió dedicarme al turismo”.
Vendió el ganado y construyó cuatro habitaciones para huéspedes, junto con una piscina en forma de guitarra y una zona cubierta para celebrar eventos como bodas o fiestas de cumpleaños. De repente, su finca se convirtió en un codiciado lugar de recreo para los lugareños y, con el tiempo, para los turistas.
“En La Cosmopolitana me di cuenta de que tienes manos para dar forma a tus sueños”, afirma.
Los esfuerzos de Sierra inspiraron a otros miembros de la comunidad: Cristina Ospina, su vecina, abrió un restaurante y sus hijos organizan excursiones al cercano cañón del río Güejar. Juan Pablo Zárate, que ahora es profesor en La Cosmopolitana, gestiona una finca cafetera ecológica con su propia electricidad, suministro de agua, sistema de alcantarillado y su propia marca de café; también organiza excursiones de observación de aves. Durante la pandemia de COVID-19, Esneyder Rojas, de 25 años, regresó de Bogotá a la granja de sus padres, en gran parte abandonada, reforestó la tierra y ahora produce miel allí. Su mujer, Dunya, de 21 años, confecciona ropa para la comunidad local y la vende en el mercado semanal. Todos ellos han estudiado en La Cosmopolitana y se ven como una comunidad unida, no como competidores.
Un baluarte de la sostenibilidad
En colaboración, estos vecinos abrazaron sus talentos individuales y las cualidades de su tierra, creando un movimiento que transformó Lejanías, un pueblo de 10.000 habitantes, en la “capital de la abundancia”. Establecieron un mercado de agricultores recurrente que demostró especialmente su importancia durante la pandemia, fomentando una economía local más circular y resistente.
La generación más joven también se vio influida por estos cambios. En lugar de compartir selfies desde el centro comercial de la ciudad, ahora se fotografían frente a las cascadas locales. Crearon una página de Facebook que rápidamente atrajo la atención de visitantes de Bogotá, a 240 kilómetros de distancia.
Según Rodríguez, Lejanías es un testimonio tangible de su eficacia.
Afirma con pasión: “¡Ser agricultor no es un castigo, sino un regalo!”
Uno de sus discípulos, José Zárate, antiguo instructor de La Cosmopolitana, ha llevado los principios del movimiento al ámbito de la política. Zárate fue nombrado Ministro de Agricultura del Meta en 2022.